A los 21 años, la mayoría de las chicas en el mundo occidental tienen pocas preocupaciones: ir a la universidad e intentar salvar más o menos el curso, comprarse las últimas sandalias molonas que vende Zara, salir y beber los viernes y los sábados hasta el amanecer, intentar rascar lo que se pueda con el chico que les gusta o ir al cine a ver la peli que ha estrenado Woody Allen. Hace tiempo cambió el paradigma a través del cual edificábamos el futuro y acabamos de estudiar más mayores, empezamos a trabajar más tarde y retrasamos la edad para tener una pareja estable y formar una vida en común. Mi hermana, una de esas chicas inteligentes y guapas que tratan de exprimir la juventud hasta la última gota, llevaba ese estilo de vida hasta que se quedó embarazada con 21 años. Yo soy la hermana mayor, y simplemente por eso se me presupone un alto grado de sentido común y de fortaleza ante las adversidades, por tener casi tres años más que ella debería saber guiar su camino. Sin embargo, cuando me dijo que estaba embarazada me entró miedo, me desconcertó, de repente me encontré inmersa en una situación en la que yo, siempre tan responsable y consecuente, no sabía qué hacer. Lo primero que pensé es que se había jodido la vida, y nadie sabe bien lo que me arrepiento a día de hoy de haberle dicho semejante barbaridad. Porque cuando miro a Miguel siento un amor tan grande que, de no estar ahora mismo aquí, no sé qué sería de nosotros. Mi hermana, esa loca que podía tirarse 48 horas de fiesta y aparecía por casa cuando le venía en gana, me dio una lección de valentía y de valorar la vida que nunca olvidaré, y por eso la admiro a pesar de sus malas pulgas. Porque María me ha regalado lo más bonito que he visto en mi vida, un regalo que durará siempre: mi sobrino, una personita que lleva mi sangre… ¡Mi sangre! Y desde que soy tita (sí, tita, que tía no me gusta) soy más feliz, porque cuando llego a casa sé que hay alguien que me está esperando. Ojalá esté despierto, suelo pensar, porque eso significa que María me dejará cogerlo, arrullarlo entre mis brazos y darle mil besos. Aprovecho ahora para darle todos los besos del mundo, puesto que el tiempo pasa muy deprisa y sé que dentro de unos años no querrá que se los dé. No os imagináis la ilusión que me embarga cuando lo sostengo entre mis manos, siempre pendiente de sujetar su cabecita y de no causarle ningún daño. Darle el biberón es una auténtica aventura, mi sobrinito es tragoncete pero le encanta dormirse cuando está comiendo. Es mi hermana pequeña quien me da consejos sobre cómo colocar la tetina del bibi, quien me está enseñando a cambiar pañales. Por ley de vida debería haber sido al revés, pero ha sucedido así y supongo que yo tengo que estar agradecida. Tampoco os hacéis una idea de lo que supone para mí que Miguel se duerma conmigo o que eche sus gasecitos. Me siento importante, útil, es algo que no había experimentado nunca. Miguel tiene una carita que parece dibujada por el mismo Dios, con unos ojazos azules por los que muchas perderán la cabeza el día de mañana, una nariz pequeña y redondita y unos labios carnosos que se parecen a los míos (algo tenía que tener de su tita, digo yo). Miguel quiere estar todo el día pegado a mi hermana, se calma con su papá, le encantan los brazos de mi madre (ojalá algún día llegue a ser yo tan grande como ella) y se tranquiliza cuando mi padre lo baila como si fuera un paso de Semana Santa. Y yo me dedico a quererlo, a besarlo, a soñar con que le leeré sus primeros cuentos, con que le llevaré al teatro tan pronto como tenga uso de razón y con que le inculcaré mi amor por la literatura. Por eso tener un sobrino es lo mejor que te puede pasar en la vida, porque es como si tuvieras un hijo pero la responsabilidad final la tienen sus padres (sí, suena un poco egoísta, pero es así). Y yo me dedicaré a consentirlo, a educarlo pero, sobre todo, a amarlo.

Te quiero, Miguel.

sobrino
Un sobrino es lo mejor que te puede pasar
ser tía
Miguel está guapísimo cuando duerme