Tengo 25 años y en las últimas semanas he pensado mucho en la muerte. No padezco ninguna depresión y entiendo que esta afirmación pueda resultar extraña, pero cada cierto tiempo la muerte se cuela entre los resquicios de mi cabeza de forma inevitable. El otro día, mientras estaba sentada a la mesa con mi familia, expuse en voz alta mis pensamientos. No elegimos cuándo nacemos y, en la mayoría de los casos, tampoco decidimos cuándo morimos. Una vez que esto sucede, el mundo sigue girando. Es probable que exista al menos una persona que te recuerde durante meses, años incluso, pero también esa persona morirá y tú caerás en el olvido, nadie sabrá que tus pies han pisado la misma tierra que ahora les sostiene a ellos. Mientras redacto estos párrafos, solo se me ocurren dos maneras para alcanzar la eternidad: hacer alguna aportación valiosa para la sociedad y escribir. Yo he escogido la segunda.

¿A quién no le han salvado la vida los libros alguna vez? Creo que si los libros no me hubiesen acompañado a lo largo de todos estos años yo ahora mismo estaría muerta, o al menos no me sentiría tan llena de vida. Como dice mi padre, la persona que me inculcó desde niña el amor por la literatura y por lo que le estaré siempre agradecida, los libros son el salvoconducto que nos permite vivir otras vidas, y eso no tiene precio. Los libros son el billete de ida a países que no conoces, la máquina del tiempo que te transporta a épocas que no has vivido, la llave que abre casas que no son la tuya, la capa invisible que te otorga el privilegio de contemplar historias de amor de personajes maravillosos. No quisiera ofender a nadie, pero no leer debe de ser algo parecido a estar muerto, y yo estoy viva.

Yo me he emocionado leyendo, me he sentido sobrecogida, he sufrido. Quizá sea una persona demasiado empática y sensible en exceso, lo sé, pero si me arriesgo a sumergirme en una novela, en una poesía o en una obra de teatro es porque quiero empaparme de cada línea, de cada palabra, de cada coma. El amor abrasivo de Marguerite Gautier y Armand Duval; el amor incansable y perseverante de Florentino Ariza por Fermina Daza; el amor inmenso y desbocado de Leonardo y la Novia; o el triángulo amoroso entre Lina, Lenù y Nino Sarratore me han hecho soñar despierta. Y sí, acabo de repetir la palabra amor cuatro veces en la misma frase porque me da la gana, porque ojalá la tuviéramos todo el día en la boca en esta sociedad de mierda que hemos construido en la que lo único que parece importante es el sexo y en la que enamorarse es algo anticuado y absurdo de cara a la otra persona.

Yo me he mecido en los versos de Benedetti, me he quemado con los de Neruda, me he sentido reflejada en los de Elvira Sastre. Me he visto reivindicada en las líneas de Virginia Woolf, me he agobiado en la campana de cristal de Sylvia Plath, he meditado las ideas de Siri Hustvedt, regresé a mi Italia querida con Elena Ferrante y le tendí la mano a Jane Austen para explorar el pasado. Qué mal ha tratado la literatura a las mujeres, por ello tenía la obligación moral de hacerles una mención especial en este humilde texto. Pero también debo dar las gracias a García Márquez, a Lorca, a Hermann Hesse, a Paul Auster, a Bukowski, a Walt Whitman. Gracias por escribir, de verdad.

Lo que voy a decir ahora va a sonar un poco duro, categórico, pero tengo que hacerlo. Hace poco he comprendido que los amores no son eternos, ni siquiera lo son las obsesiones. Por desgracia, casi todo tiene escrito un final, y mantengo el casi porque soy una romántica empedernida. Amores que van y vienen, personas nuevas que aparecen y no sabes si decidirán quedarse, ojalá se atrevieran a hacerlo. Otras que nunca se fueron del todo pero con las que te das cuenta de que la magia se esfumó, y cuando te percatas de eso lo único que deseas es desaparecer. Y desapareces. Pero los libros no desaparecen, su impronta queda cosida en las entretelas de tu alma, y eso nadie te lo podrá arrebatar. Los libros son eternos, no lo olvides. Feliz Día del Libro.