Llegó antes de lo previsto, como ese invitado impaciente que siempre hay en todas las fiestas y que llama a la puerta antes de que esté todo preparado. Llegó a trompicones y desde el principio se propuso ser el centro de atención. Esta vez no sería uno más. Esta vez buscaba que todos girásemos la cabeza al sonido de sus pasos. Sí, hablo del verano, que este año ha llegado antes de tiempo envuelto en varias olas de calor. Hablo de esos meses de tardes largas en los que cada uno de nosotros soñamos, alguna vez, que todo es posible. Pero cómo no hacerlo, si sentados en una terraza con amigos a última hora del día parece que arreglamos el mundo con unas cervezas. Lo arreglamos hoy y mañana también, porque el verano y sus noches eternas son sagradas, y venerarlas debería estar obligado.

Nos quejamos de que hace demasiado calor, pero ¿cómo sería un verano sin él? Me gustan los veranos en los que el sol abrasa y en los que desearíamos no salir del mar jamás. Mi verano huele a Tarifa, a viento de levante y a esa playa de Valdevaqueros que siempre amanece con un cielo surcado de cometas de colores. Verano es que mi madre me diga, año tras año, que la cara y el pecho no se me ponen morenos porque leo mucho en la playa y, claro, así es imposible. Verano es que mi padre no salga del agua y que Miguel, con 6 años, le pregunte a su madre que si este verano van a ir a Tarifa, que él quiere.

Para mí el verano es mancharme el vestido con una tarrina de helado de leche merengada porque, joder, no hay forma de no mancharse. Y quedarme con los dedos pringosos hasta que llego a casa y me puedo lavar las manos. Porque el helado en verano, señores, se come de pie pateando las calles. Mi verano huele a sal y es sinónimo de pelo enredado y de arena fina entre las hojas de los libros. El verano son aquellas novelas que, sin saber muy bien por qué, tienes la certeza de que nunca podrías leer en ninguna otra época del año.

Sabes que es verano cuando tienes los pies machacados de rozaduras por el plástico mojado de las chanclas de playa. Por las marcas del bikini que justo se te quedan cuando vas andando al chiringuito, y eso que tomando el sol te lo habías desabrochado, pero nada, ahí las llevas. El verano son los infinitos paseos por la orilla de la playa con tu mejor amiga y, después, que no seáis capaces de encontrar al resto del grupo ni habiendo tomado una referencia. Verano es llegar a Tangana muertas de hambre y pensar que ese día no conseguiréis mesa, pero siempre la conseguís, aunque comáis a las cinco de la tarde.

Porque el verano es eso: comer a deshora y un puñado de contradicciones más, como pedir ese cóctel que luego no te gusta porque está lleno de azúcar en el fondo del vaso, o cargar la cazadora vaquera porque de noche en Tarifa refresca, y mucho. El verano también es quejarte de la mierda que supone tener que reservar hasta para picar unas tortillitas de camarones y unas croquetas de choco. ¿En qué momento hemos permitido ahogar la improvisación hasta matarla por completo? Pero verano también es acabar la noche metida en situaciones surrealistas, como una despedida de soltero de unos chavales que acabas de conocer, o una fiesta en la azotea del apartamento con los vecinos de enfrente, que durante dos horas se convierten en amigos de toda la vida.

El verano son las calles empedradas de tu pueblo favorito, y esas conversaciones a las tres de la mañana con una copa de vino en la mano hablando de lo divino y de lo humano. El verano es la mejor época del año porque la gente parece un poco más feliz. Quizá solo lo parezca y no lo sea realmente, pero parecerlo ya es bastante. Por eso yo creo en el verano. El verano es mi estación favorita, es todo esto que te cuento y todo aquello que puedas imaginar. Porque el verano perfecto es ese que a ti te hace feliz.