“En el odio te sientes segura, el odio no te traiciona. El amor es otra cosa”, sentencia Alicia Borrachero en la última escena de Tierra del fuego. No, no quiero hacer un spoiler en la primera línea de este artículo, pero lo cierto es que esta frase encierra la esencia de esta obra asentada en las Naves del Español (Matadero Madrid). Hay dos clases de personas: las que viven amparadas en esa especie de jaula de oro que proporciona el rencor y las que deciden romper los barrotes de esa cárcel y salir a la calle a perdonar. Yael, la protagonista de Tierra del fuego, pertenece a este segundo grupo. Claudio Tolcachir, director argentino con una amplia trayectoria a sus espaldas, ha tenido la valentía de poner sobre el escenario este texto de Mario Diament que habla abiertamente sobre terrorismo, sobre el conflicto palestino-israelí y sobre cómo siempre acaban pagando justos por pecadores. Mientras disfrutaba (no sin cierta congoja) del espectáculo, no paraba de pensar cómo los hombres nos aferramos a los partidos políticos y a las religiones como si fueran dogmas capaces de explicar los grandes principios morales de la realidad, de decirnos qué es lo que está bien y qué es lo que está mal. Sin embargo, a lo largo de la historia han dejado tantos millones de muertos en el camino que deberíamos plantearnos seriamente hasta qué punto merece la pena matar por una idea o por cuestiones de fe.
Como he mencionado anteriormente, Alicia Borrachero interpreta a Yael, una mujer israelí que fue víctima de un atentado terrorista perpetrado por un joven palestino y en el que su mejor amiga perdió la vida. Yael, lejos de encerrarse en su dolor, comienza a reunirse con mujeres palestinas y a trabajar con obstinación por la paz. Tanto es así que con el paso de los años va a visitar a prisión a Hassan El-Fawzi (Abdelatif Hwidar), el hombre que estuvo a punto de matarla. El texto ahonda en la psicología del terrorista, en sus orígenes, en los acontecimientos que atravesó hasta cometer aquel ataque terrorista. La figura del terrorista y de su abogado, a quien da vida Hamid Krim, representan la idiosincrasia del pueblo palestino, mientras que el marido de Yael (Tristán Ulloa), su padre (Juan Calot) y la madre de su difunta amiga (Malena Gutiérrez) tratan de explicar cómo perciben el problema los israelíes. Y es que, tal y como se hace hincapié a lo largo del montaje, basta ya de reforzar el concepto de “los otros” y “nosotros”, porque ambos son caras del mismo conflicto. Un eterno combate que arrasa a diario con la población civil.
En cuanto a los aspectos puramente técnicos de la función, cabe destacar la constante presencia en escena de todos los personajes y la dinámica en la que uno toma el foco y se apoya en el resto a lo largo de la escena, integrándolos en ella de forma lógica y natural. La escenografía y el vestuario, ambos diseñados por Elisa Sanz, son austeros, en perfecta concordancia con la temática de la obra. El muro y la mesa, con tierra en su parte central, constituyen dos grandes elementos metafóricos que giran en torno al sempiterno enfrentamiento entre Israel y Palestina.
El reparto está soberbio, con una Alicia Borrachero sublime y desgarradora que hace gala de una contundencia vocal admirable. Abdelatif Hwidar interpreta el papel más difícil, el del terrorista, y se desenvuelve con tanta honestidad y veracidad que casi logras empatizar con él, y digo casi porque para mí la violencia jamás será una vía válida para pelear por un ideal. La templanza de Tristán Ulloa, la madurez de Juan Calot, la fuerza de Malena Gutiérrez y la actitud algo sibilina de Hamid Krim redondean una obra absolutamente necesaria en el panorama actual.
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