Un texto con un argumento poco comercial, dos actores con mucho tirón y el Teatro Español como telón de fondo: un plan demasiado tentador. Cuando mi hermana me propuso ir a ver Rojo, la obra de teatro de John Logan dirigida por Juan Echanove, no me lo pensé, aunque debo admitir que no sabía qué me iba a encontrar. Al leer la sinopsis deduje que no es el tipo de trama que suele atrapar mi atención, pero con un reparto de la talla de Juan Echanove y Ricardo Gómez no había excusa para no darle una oportunidad. Y menos mal que lo hice, porque es una apuesta valiente, diferente y, en definitiva, una obra de arte.

¿Qué debemos pensar si un artista vocacional, de esos que luchan por marcar un precedente en su campo, acaba vendiéndose al mejor postor? Esto es en pocas palabras lo que le sucede a Mark Rothko, uno de los representantes más significativos del Expresionismo Abstracto. Rothko (Juan Echanove), quien se niega a aceptar la fuerza imparable que está adquiriendo el Pop Art, se enfrenta a la decisión más difícil de su carrera: pintar unos murales a precio de escándalo para el selecto restaurante Four Seasons, en Nueva York. Para desempeñar esta tarea contrata a un ayudante, interpretado por Ricardo Gómez, y entre ambos se gestará una simbiosis que los transformará a nivel personal e incluso profesional.

Después de ver el espectáculo, le comenté a mi hermana: «Rojo es una obra para los sentidos. ¿No te has dado cuenta? Los lienzos, el significado de los sonidos, el protagonismo del olor…». Y su respuesta fue: «No. Rojo habla del dilema ético de Mark Rothko y de la gran evolución que experimenta el ayudante». Las dos afirmaciones son correctas, solo que la mía pone el foco en la forma y la de mi hermana en el contenido.

Cuando sostenía que es un montaje que deleita los sentidos me refería a que todos sus elementos constituyen una obra de arte. El texto es una preciosidad, pero qué otra cosa puedo decir de una obra en la que se discute de movimientos pictóricos, de literatura y de filosofía. El sentido de la vista está presente en los enormes lienzos; y el del olfato, en los cigarros que fuma Rothko. Y aquí no se acaba: el oído, en el peso de la música en escena o de pequeños detalles como el sonido del teléfono; y el gusto, en la comida y bebida que ingieren los personajes. Por último, me atrevo a indicar que palpamos el sentido del tacto en los puñados de pigmentos de color que acarician los personajes con las manos.

A nivel interpretativo me quedé estupefacta: Juan Echanove está que se sale. En la última ficción donde lo había visto era en Cuéntame cómo pasó, y en los primeros minutos no era capaz de salir de mi asombro al comprobar que Rothko no tenía ninguna similitud con el entrañable Miguelón. La posición corporal era distinta, la modulación de la voz no se parecía en nada a la del Alcántara y la construcción psicológica del personaje era otra.

De Ricardo Gómez quiero ensalzar la gran evolución que sufre su personaje: el apocado y obediente ayudante pasa al final a encarar y desafiar a su maestro. Su personaje posee monólogos que están muy bien trabajados y momentos en los que casi le roba el foco a Echanove, aunque mentiría si dijera que no vi a nuestro eterno Carlitos en determinadas ocasiones. Esto no es una crítica negativa en absoluto: Yo misma he crecido junto a Carlitos y considero que ha sido uno de los personajes más queridos de la ficción española. Aunque los espectadores hayamos sentido pena de la marcha de Ricardo de la serie, considero que Ricardo Gómez ha tomado una decisión inteligente y pienso que va por el camino correcto.

Sin duda, un montaje muy digno, con dos actores con gran talento y en el que la escenografía y el vestuario son coherentes con el argumento. Bravo.

  • Dónde: En la Sala Principal del Teatro Español.
  • Cuándo: Hasta el 30 de diciembre.
  • Duración: 90 minutos aproximadamente.